La conocí hace unos años. Diría que muchos, pero en realidad ya son demasiados. Diría que era la época en que estaba en la facultad. Pero a algunos les gustaría saber que tenía veinte o veintiún años: como ven, el amor, entre otras cosas, se olvida del tiempo. Nunca me gustaba el gabinete de letras de la facultad. Ahí estaba el profesor Panesi; yo tenía ambición de ser escritor: cada vez que tachaba una frase o rompía el papel, surgía en mi memoria dolorosa el profesor Panesi, dictando su clase con una desalentadora seguridad. Jamás me animé a mostrarle uno de mis escritos. Aquel día, sin embargo, no me turbé cuando lo saludé. Tenés que esperar, me dijo. Vi los sillones de espera con avidez: estaban vacíos y mi mente estaba llena. Cuando me senté, el mundo físico y yo ya éramos cosas distintas.
Cabello negro, ojos castaños, alta estatura: su piel tenía un bronceado poético; como una brillante y húmeda seda. Su voz era afinada, una niña tocando la flauta. Agradecí haber faltado aquel veinte de abril; cuando me dijeron que me había tocado con ella, tuve una gran emoción, y también susto. Era una oportunidad: algo que se puede ganar, pero también perder. Cuando me di vuelta, entonces la vi: elegantemente sentada junto a mí.
—¿No me conocés? —pregunté, sorprendido de que no temblara la voz.
—Supongo que sos Pablo Agüero. Ya podés suponer que soy Etelvina Porto.
—Suponer: es…, es…, verdad. Hay muchos en el curso. Es un gusto.
—Tendremos un duro trabajo —decía, mirando (reclamando) al profesor Panesi.
—No tengo apuro —murmuré; no sé si me escuchó.
(Si lo hizo, sólo los años le habrán descifrado aquella frase).
—Ya están acá —dijo Panesi desde el escritorio, levantando la vista de un libro de erudito grosor. Ambos nos sentamos en las mesas del escritorio, sin mirarnos el uno al otro—. Son los últimos, porque los dos faltaron a clase el lunes. Así que, por esta vez, permitimos un equipo de dos…
Ella lo escuchaba con atención. Borges, repetía; sí, Borges, decía Panesi, especialmente El Aleph. Es un buen tema, dijo ella.
Era una excelente, una fría alumna.
Cuando salimos al pasillo de la facultad, citamos un par de calles y una hora. Me preguntó por unos libros.
—No importa, yo los tengo.
De pronto, todo parecía agotado. Sentí que se me iba, sin besarle la mejilla.
—Sos muy buen alumna.
Dije, no sé con qué intención.
Ella sonrió y se fue: por la noche soñé con esa sonrisa; también soñé con una flor: era de noche y estaba cerrada; el alba salía, los pétalos se movían: la flor estaba a punto de abrirse… Me desperté.
Cuando se sentó en la mesa del café, no me habló de Borges. Se puso a fumar; creo que dijo algo sobre el otoño y los árboles, porque yo la miraba a los ojos. Con ternura, deslizó la mano sobre uno de los libros, y con distante ternura las horas se deslizaron sobre nosotros dos. Buenos Aires pintó los nubarrones con una tiza de carbón, interrumpida por una redondeada y fría luz de crema.
—Esto va a llevar tiempo —me dijo. Era la primera vez, desde que se sentó a la mesa, que no éramos alumnos de la facultad.
—Vienen muchos chicos a este bar. No te vi mucho por acá.
Lo pensó un rato: movía el cigarrillo con una soltura ciertamente desagradable.
—¡Sí que vengo! Pero no demasiado. Supongo que a vos te gustará.
—El qué.
—Esto. Es difícil de explicar. Yo trato de juntarme con las chicas lo menos posible. No tengo muchas ganas de hablar. La gente dice que yo soy una buena persona, y yo los defraudo: ¿qué te parece?
Sus ojos estaban encendidos; estaba crispada:
"Le provoco emociones, le provoco emociones…"
—Te pasa algo —dije en voz alta.
Supondría, hoy día, que yo no le era tan indiferente; claro que años después ese mismo "tan" me entregaría a dolorosos ensimismamientos.
¿Cuántas veces habría hablado de ella misma y no sobre ella misma? Quisiera, claro, haber sido el primero en escucharla; y es agrio, por supuesto, el querer haber sido, también, el último.
—Tal vez no coincido conmigo misma —dijo.
La miraba a los ojos: parecían asustados. Acaso la flor se había abierto…, en medio de las nubes.
—Si me dijeras quién te hizo daño.
—Acaso el miedo. Se puede ser cariñosa, y no querer a nadie.
Se había levantado.
—El mundo es un lugar para querer a alguien, por eso te pueden hacer daño— agregó.
Por poco paga la cuenta: me apresuré a echar un billete. Parecía más calmada.
—Hace frío —me dijo con neutra entonación—. Te acompaño al colectivo.
—Pero…
—En la carátula figura tu dirección, tonto.
Me reí tanto de aquel "tonto" como si me hubiera dado un beso. Desde luego, era ella la que manejaba la situación; todo aquello —digo, lo mío— parecía un árbol que crecía, pero que no se podía dirigir; sólo Dios o Eros sabrían adónde se iban aquellas ramas. Recuerdo cómo el viento escuchó nuestros silencios en la parada del colectivo.
Cuando llegó el colectivo, la flor se abrió con radiantes pétalos de mármol, sedados con dos cercos de húmedas púrpuras: ¿de qué te reís?, creo que le pregunté. Durante dos días mi corazón merodeó aquella frase:
—Más me duele a mí que a vos.
Ciertamente, me enamoré definitivamente cuando dijo eso, y, por supuesto, no sabía porqué. Tendría que llegar a estas páginas y estas horas para saber que no era necesario saberlo.
Hoy día, no recuerdo exactamente de qué hablábamos; ya sea de Borges; o —más felizmente para mí— del tiempo, de la política y otras yerbas. Ahora, apenas la veo: sus dedos de bronce manejando el cigarrillo, su boca púrpura dando besos de humo; los pocillos de café, vacíos entre los libros. Muchas veces, pienso que las palabras dicen más de lo que quieren…; en cambio, una mirada…
Bueno, Etelvina me miraba con exactitud. Sus ojos castaños me decían con toda justeza que quería mantener la distancia; pero su voz era ciertamente dulce —sus palabras eran ciertamente dulces—: hablaran de lo que hablaran. (Pese a aquello de "palabras, palabras, palabras….").
—Te preguntarás qué te dije —me dijo un día (uno de los últimos días), en el mismo bar—. ¿No viste una de esas casas viejas, a punto de derrumbarse? Así soy de frágil.
Le iba a preguntar si temía que la derrumbaran.
—¿Salís a bailar los sábados? —pregunté.
—Conozco todas las aburridas barras de Buenos Aires. Generalmente, las de los viernes. Alguno se me acerca; siempre que viene borracho y con malas palabras, le doy mi teléfono.
—Sos muy dulce —insistí—: tendrás muchos amigos.
Hizo un ademán con el cigarrillo: el humo parecía una celosía sobre su cara.
—Si, muchos me tienen por amiga; sé escuchar.
—Yo tengo algunos amigos.
—Veo que no tendrás muchas amigas.
Tosí. Agradecí el frío sobre mi rostro tímido.
—Yo tengo un vínculo.
De pronto, sentí que hacía demasiado frío: el otoño corría por mis venas; el amor quiso llorarme en los ojos, pero yo me creía más hombre de lo que en realidad era.
No lloré.
—No quiero animarte, aunque es cierto que nunca me puse un anillo en mi vida…, todavía. Pero, ¿por qué yo? —preguntó— Eso sería si yo estuviera enamorada de vos; pero no estoy enamorada de vos.
Bajé la cabeza.
(Ni por un momento pensé que ella estuviera mintiendo, o que estuviera equivocada).
—¿Cómo se llama?
—¿Él?
—Él.
—No te preocupes: tiene un nombre humano.
Sonrió, pero ahora era como si su sonrisa me echara un puño de sal en la lengua.
—Sos muy linda.
—Eso lo decís porque estás enamorado —dijo, como si el hielo hubiera cobrado el habla.
Años después, me preguntaría mucho porqué no nos quedamos callados entonces, o porqué no nos despedimos.
—Sos vos la que estás enamorada —dije con amargura—, aunque no de mí.
—Pensé que te estabas declarando. ¿Te gusto? ¿Desde cuando te gusto? ¿Por qué te gusto?
Todas preguntas que respondí con una sorprendente y breve seguridad. Ella seguía sonriendo; y de repente, su sonrisa me pareció nuevamente dulce.
Sus ojos me miraban impenetrables, como el tiempo que se va envolviendo esperando a que alguien lo desenrede; como el tiempo que me mantuvo aquella mirada, y bajó las hojas doradas e hizo estallar las savias en los ramajes, y empapó las bocas de besos adolescentes, y crió hijos, y crió el polvo con el polvo, y dio risas y alegrías: el tiempo.
El tiempo me hizo caminar más derecho, me aseveró la voz, me puso una tierna y soleada mano en la mía; y el tiempo, en fin, pudo hacer muchas cosas. Excepto olvidar.
Yo no sé si estaba pensando en ella aquella tarde en que me senté en la plaza. Mariana estaba dando el examen en la facultad de ingeniería. Yo redactaba mi titulada labia en una revista: juntaba para comprarme un piso. La facultad erigía su edificio macizo. Parecía echarme una sombra, como tapándome una oscura y lamentable túnica de recuerdos. No hacía mucho que había escrito un artículo sobre "Funes el memorioso". Mi profesor, Panesi, ahora echaba parrafada en la televisión. Eso al menos me decían. Yo cambiaba de canal cada vez que lo veía en nuestro empobrecido aparato de colores neblinosos.
No sé por qué sonreí.
—¿De qué te reís?
La voz vino a un lado del banco. De repente, las nubes atraparon el mundo. Miré como quien mira los años.
—No suelo ver fantasmas —dije.
—No suelo ser un fantasma. Hace…
—Seis años, siete meses y… tres días.
Suspiré.
—No conviene pensar tanto en algo.
Tenía las manos nada femeninamente en los bolsillos de su campera de jean. Supongo que me tenía por avispado.
—Etelvina —dije, como quien escucha de nuevo una antigua y querida música—, dáme un cigarrillo.
—Pensé que en un momento así querrías solamente recordar.
El paquete y el encendedor mostraron sus manos. Unos segundos después, Etelvina y yo estábamos fumando. Yo estaba muy quieto y azorado, me había olvidado de Mariana: el recuerdo de un olvido.
—¿Comprometida? —pregunté, aunque los paños fríos me los echaba solamente a mí.
Se miró el anillo de su mano derecha: como quien mira un nocturno paisaje de tumbas y cuervos.
—Casada —dijo.
—Felizmente.
—Vos estarás también felizmente…
—Todavía no subí tus escalones, Etelvina. Sos una chica dulce, frágil…
Pensé durante un segundo: ambos pudimos escucharlo.
—…buena —culminé—. No entiendo cómo…
—Todos los hombres creen que las chicas sólo decimos sí.
—Dijiste sí. Pero a qué.
—Espero que no me guardes rencor; si me lo guardás, habrás cometido algún error.
"¿Yo también?".
—¿Qué vas a hacer, adónde vas? —pregunté en voz alta.
—Adonde siempre: a otro lado.
—Si me hubieras elegido a mí…
—Pablo: ¿nunca temiste enamorarte?
—Siempre quise enamorarme; una vez lo logré.
—Parece que todavía nos quedaba un pedazo de destino.
—¿Vas a tu casa?
—Ése no es ningún lado para vos; mi casa está lejos de acá; Buenos Aires es demasiado grande; incluso para el destino, o lo que quede de él.
Me sonrió, nunca olvidaría esa sonrisa; tal vez porque fue la última vez que vi su rostro. La vi irse por entre los árboles; ramas retorcidas y ahora nubes, pensé; vi la gente alrededor de ella— ensimismados.
Pero ya no era mía, no debía protegerla.
Mariana estaba contenta. Yo miraba la gente de reojo; pensé que no aprobaba, me decía Mariana; pidiendo —aceptando— una caricia.
La acaricié como quien acaricia el mundo.
Y la gente seguía caminando por la plaza; los observaba, pero no los vigilaba. Ahora, Pablo Agüero tenía quien lo protegiera y, sobre todo, tenía a quién proteger. Si, podía ser frágil y estar con alguien frágil. ¡Podía ser estúpido, erróneo…!
Tal vez malicioso.
Mariana está a mi lado, y pienso que el destino nunca deja de rodar. Vamos caminando por sus callejuelas y secretos senderos: chocando o contactando. El destino se detiene, a veces…; pero nunca deja de correr… Mariana sonríe: me pregunto cómo será mi sonrisa —si Mariana tiene sueños con flores y sonrisas. Tiene sus manos en las mías; pero debo buscarla también en los callejones, en los senderos, en los caminos insospechados.
También, claro, debo —¿quiero?— intentar no encontrar a la que, tal vez, me esté buscando.
Cabello negro, ojos castaños, alta estatura: su piel tenía un bronceado poético; como una brillante y húmeda seda. Su voz era afinada, una niña tocando la flauta. Agradecí haber faltado aquel veinte de abril; cuando me dijeron que me había tocado con ella, tuve una gran emoción, y también susto. Era una oportunidad: algo que se puede ganar, pero también perder. Cuando me di vuelta, entonces la vi: elegantemente sentada junto a mí.
—¿No me conocés? —pregunté, sorprendido de que no temblara la voz.
—Supongo que sos Pablo Agüero. Ya podés suponer que soy Etelvina Porto.
—Suponer: es…, es…, verdad. Hay muchos en el curso. Es un gusto.
—Tendremos un duro trabajo —decía, mirando (reclamando) al profesor Panesi.
—No tengo apuro —murmuré; no sé si me escuchó.
(Si lo hizo, sólo los años le habrán descifrado aquella frase).
—Ya están acá —dijo Panesi desde el escritorio, levantando la vista de un libro de erudito grosor. Ambos nos sentamos en las mesas del escritorio, sin mirarnos el uno al otro—. Son los últimos, porque los dos faltaron a clase el lunes. Así que, por esta vez, permitimos un equipo de dos…
Ella lo escuchaba con atención. Borges, repetía; sí, Borges, decía Panesi, especialmente El Aleph. Es un buen tema, dijo ella.
Era una excelente, una fría alumna.
Cuando salimos al pasillo de la facultad, citamos un par de calles y una hora. Me preguntó por unos libros.
—No importa, yo los tengo.
De pronto, todo parecía agotado. Sentí que se me iba, sin besarle la mejilla.
—Sos muy buen alumna.
Dije, no sé con qué intención.
Ella sonrió y se fue: por la noche soñé con esa sonrisa; también soñé con una flor: era de noche y estaba cerrada; el alba salía, los pétalos se movían: la flor estaba a punto de abrirse… Me desperté.
Cuando se sentó en la mesa del café, no me habló de Borges. Se puso a fumar; creo que dijo algo sobre el otoño y los árboles, porque yo la miraba a los ojos. Con ternura, deslizó la mano sobre uno de los libros, y con distante ternura las horas se deslizaron sobre nosotros dos. Buenos Aires pintó los nubarrones con una tiza de carbón, interrumpida por una redondeada y fría luz de crema.
—Esto va a llevar tiempo —me dijo. Era la primera vez, desde que se sentó a la mesa, que no éramos alumnos de la facultad.
—Vienen muchos chicos a este bar. No te vi mucho por acá.
Lo pensó un rato: movía el cigarrillo con una soltura ciertamente desagradable.
—¡Sí que vengo! Pero no demasiado. Supongo que a vos te gustará.
—El qué.
—Esto. Es difícil de explicar. Yo trato de juntarme con las chicas lo menos posible. No tengo muchas ganas de hablar. La gente dice que yo soy una buena persona, y yo los defraudo: ¿qué te parece?
Sus ojos estaban encendidos; estaba crispada:
"Le provoco emociones, le provoco emociones…"
—Te pasa algo —dije en voz alta.
Supondría, hoy día, que yo no le era tan indiferente; claro que años después ese mismo "tan" me entregaría a dolorosos ensimismamientos.
¿Cuántas veces habría hablado de ella misma y no sobre ella misma? Quisiera, claro, haber sido el primero en escucharla; y es agrio, por supuesto, el querer haber sido, también, el último.
—Tal vez no coincido conmigo misma —dijo.
La miraba a los ojos: parecían asustados. Acaso la flor se había abierto…, en medio de las nubes.
—Si me dijeras quién te hizo daño.
—Acaso el miedo. Se puede ser cariñosa, y no querer a nadie.
Se había levantado.
—El mundo es un lugar para querer a alguien, por eso te pueden hacer daño— agregó.
Por poco paga la cuenta: me apresuré a echar un billete. Parecía más calmada.
—Hace frío —me dijo con neutra entonación—. Te acompaño al colectivo.
—Pero…
—En la carátula figura tu dirección, tonto.
Me reí tanto de aquel "tonto" como si me hubiera dado un beso. Desde luego, era ella la que manejaba la situación; todo aquello —digo, lo mío— parecía un árbol que crecía, pero que no se podía dirigir; sólo Dios o Eros sabrían adónde se iban aquellas ramas. Recuerdo cómo el viento escuchó nuestros silencios en la parada del colectivo.
Cuando llegó el colectivo, la flor se abrió con radiantes pétalos de mármol, sedados con dos cercos de húmedas púrpuras: ¿de qué te reís?, creo que le pregunté. Durante dos días mi corazón merodeó aquella frase:
—Más me duele a mí que a vos.
Ciertamente, me enamoré definitivamente cuando dijo eso, y, por supuesto, no sabía porqué. Tendría que llegar a estas páginas y estas horas para saber que no era necesario saberlo.
Hoy día, no recuerdo exactamente de qué hablábamos; ya sea de Borges; o —más felizmente para mí— del tiempo, de la política y otras yerbas. Ahora, apenas la veo: sus dedos de bronce manejando el cigarrillo, su boca púrpura dando besos de humo; los pocillos de café, vacíos entre los libros. Muchas veces, pienso que las palabras dicen más de lo que quieren…; en cambio, una mirada…
Bueno, Etelvina me miraba con exactitud. Sus ojos castaños me decían con toda justeza que quería mantener la distancia; pero su voz era ciertamente dulce —sus palabras eran ciertamente dulces—: hablaran de lo que hablaran. (Pese a aquello de "palabras, palabras, palabras….").
—Te preguntarás qué te dije —me dijo un día (uno de los últimos días), en el mismo bar—. ¿No viste una de esas casas viejas, a punto de derrumbarse? Así soy de frágil.
Le iba a preguntar si temía que la derrumbaran.
—¿Salís a bailar los sábados? —pregunté.
—Conozco todas las aburridas barras de Buenos Aires. Generalmente, las de los viernes. Alguno se me acerca; siempre que viene borracho y con malas palabras, le doy mi teléfono.
—Sos muy dulce —insistí—: tendrás muchos amigos.
Hizo un ademán con el cigarrillo: el humo parecía una celosía sobre su cara.
—Si, muchos me tienen por amiga; sé escuchar.
—Yo tengo algunos amigos.
—Veo que no tendrás muchas amigas.
Tosí. Agradecí el frío sobre mi rostro tímido.
—Yo tengo un vínculo.
De pronto, sentí que hacía demasiado frío: el otoño corría por mis venas; el amor quiso llorarme en los ojos, pero yo me creía más hombre de lo que en realidad era.
No lloré.
—No quiero animarte, aunque es cierto que nunca me puse un anillo en mi vida…, todavía. Pero, ¿por qué yo? —preguntó— Eso sería si yo estuviera enamorada de vos; pero no estoy enamorada de vos.
Bajé la cabeza.
(Ni por un momento pensé que ella estuviera mintiendo, o que estuviera equivocada).
—¿Cómo se llama?
—¿Él?
—Él.
—No te preocupes: tiene un nombre humano.
Sonrió, pero ahora era como si su sonrisa me echara un puño de sal en la lengua.
—Sos muy linda.
—Eso lo decís porque estás enamorado —dijo, como si el hielo hubiera cobrado el habla.
Años después, me preguntaría mucho porqué no nos quedamos callados entonces, o porqué no nos despedimos.
—Sos vos la que estás enamorada —dije con amargura—, aunque no de mí.
—Pensé que te estabas declarando. ¿Te gusto? ¿Desde cuando te gusto? ¿Por qué te gusto?
Todas preguntas que respondí con una sorprendente y breve seguridad. Ella seguía sonriendo; y de repente, su sonrisa me pareció nuevamente dulce.
Sus ojos me miraban impenetrables, como el tiempo que se va envolviendo esperando a que alguien lo desenrede; como el tiempo que me mantuvo aquella mirada, y bajó las hojas doradas e hizo estallar las savias en los ramajes, y empapó las bocas de besos adolescentes, y crió hijos, y crió el polvo con el polvo, y dio risas y alegrías: el tiempo.
El tiempo me hizo caminar más derecho, me aseveró la voz, me puso una tierna y soleada mano en la mía; y el tiempo, en fin, pudo hacer muchas cosas. Excepto olvidar.
Yo no sé si estaba pensando en ella aquella tarde en que me senté en la plaza. Mariana estaba dando el examen en la facultad de ingeniería. Yo redactaba mi titulada labia en una revista: juntaba para comprarme un piso. La facultad erigía su edificio macizo. Parecía echarme una sombra, como tapándome una oscura y lamentable túnica de recuerdos. No hacía mucho que había escrito un artículo sobre "Funes el memorioso". Mi profesor, Panesi, ahora echaba parrafada en la televisión. Eso al menos me decían. Yo cambiaba de canal cada vez que lo veía en nuestro empobrecido aparato de colores neblinosos.
No sé por qué sonreí.
—¿De qué te reís?
La voz vino a un lado del banco. De repente, las nubes atraparon el mundo. Miré como quien mira los años.
—No suelo ver fantasmas —dije.
—No suelo ser un fantasma. Hace…
—Seis años, siete meses y… tres días.
Suspiré.
—No conviene pensar tanto en algo.
Tenía las manos nada femeninamente en los bolsillos de su campera de jean. Supongo que me tenía por avispado.
—Etelvina —dije, como quien escucha de nuevo una antigua y querida música—, dáme un cigarrillo.
—Pensé que en un momento así querrías solamente recordar.
El paquete y el encendedor mostraron sus manos. Unos segundos después, Etelvina y yo estábamos fumando. Yo estaba muy quieto y azorado, me había olvidado de Mariana: el recuerdo de un olvido.
—¿Comprometida? —pregunté, aunque los paños fríos me los echaba solamente a mí.
Se miró el anillo de su mano derecha: como quien mira un nocturno paisaje de tumbas y cuervos.
—Casada —dijo.
—Felizmente.
—Vos estarás también felizmente…
—Todavía no subí tus escalones, Etelvina. Sos una chica dulce, frágil…
Pensé durante un segundo: ambos pudimos escucharlo.
—…buena —culminé—. No entiendo cómo…
—Todos los hombres creen que las chicas sólo decimos sí.
—Dijiste sí. Pero a qué.
—Espero que no me guardes rencor; si me lo guardás, habrás cometido algún error.
"¿Yo también?".
—¿Qué vas a hacer, adónde vas? —pregunté en voz alta.
—Adonde siempre: a otro lado.
—Si me hubieras elegido a mí…
—Pablo: ¿nunca temiste enamorarte?
—Siempre quise enamorarme; una vez lo logré.
—Parece que todavía nos quedaba un pedazo de destino.
—¿Vas a tu casa?
—Ése no es ningún lado para vos; mi casa está lejos de acá; Buenos Aires es demasiado grande; incluso para el destino, o lo que quede de él.
Me sonrió, nunca olvidaría esa sonrisa; tal vez porque fue la última vez que vi su rostro. La vi irse por entre los árboles; ramas retorcidas y ahora nubes, pensé; vi la gente alrededor de ella— ensimismados.
Pero ya no era mía, no debía protegerla.
Mariana estaba contenta. Yo miraba la gente de reojo; pensé que no aprobaba, me decía Mariana; pidiendo —aceptando— una caricia.
La acaricié como quien acaricia el mundo.
Y la gente seguía caminando por la plaza; los observaba, pero no los vigilaba. Ahora, Pablo Agüero tenía quien lo protegiera y, sobre todo, tenía a quién proteger. Si, podía ser frágil y estar con alguien frágil. ¡Podía ser estúpido, erróneo…!
Tal vez malicioso.
Mariana está a mi lado, y pienso que el destino nunca deja de rodar. Vamos caminando por sus callejuelas y secretos senderos: chocando o contactando. El destino se detiene, a veces…; pero nunca deja de correr… Mariana sonríe: me pregunto cómo será mi sonrisa —si Mariana tiene sueños con flores y sonrisas. Tiene sus manos en las mías; pero debo buscarla también en los callejones, en los senderos, en los caminos insospechados.
También, claro, debo —¿quiero?— intentar no encontrar a la que, tal vez, me esté buscando.